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jueves, 21 de marzo de 2013

UN "POLVO LITERARIO"


Hola de nuevo.

Después de mucho consideraralo, me he decidido a complacer a algunas de mis alumnas del aquel antiguo Ateneo Comercial Femenino de Pradera -Valle Del Cauca, que se quedaron sin leer mi cuento consentido (Sor Cecilia) en la época que se publicó.Puede parecer un poco extenso para quienes no estén acostumbrados a leer desde ordenadores, así que de antemano presento las respectivas excusas. No sobra reiterar mi más sincero agradecimiento a la Hermanita Assumpta, religiosa de la congregación de la Anunciación, por su valioso apoyo y aporte durante el tiempo que duró el trabajo.
 Ahi les va, como el Caballo de Espadas. ¡Ah! y por favor, comenten, bien o mal; pero comenten.

 

SOR CECILIA

 Abraza tu soledad a la mía
y marchemos juntos 
hacía la soledad del mundo
F.M.Correa


La primera vez que la vio, sintió que el alma le palpitaba en cada centímetro cuadrado de su piel. Quedó extasiado y casi presto a cerrar las manos en actitud de oración. La impresión que le produjo fue la de un repentino deslumbramiento; era como si la luz del sol hubiera pasado a escasos metros de sus pupilas. Venía acompañada de la madre superiora; y sin duda alguna era la nueva maestra de música por quien Sor Mariela había insistido tanto ante la dirección general para llenar la vacante que quedó tras la muerte de Sor Graciela.
Ahora podía ver y entender con absoluta claridad por qué la directora del colegio y de la casa local de la comunidad no quiso aceptar a otra religiosa que no fuera ésta. Su sensibilidad y su espiritualidad eran evidentes, su radiante hermosura monástica insinuaba la poesía y la musicalidad de una ilusión mística, su risa era un alegre e inagotable surtidor y su voz tan suave y profunda era la música más dulce que jamás había escuchado. Ni siquiera lo oscuro del hábito ni lo cerrado del velo opacaban su rostro de radiante armonía y perfección, en el cual  se destacaban unos grandes ojos color turquesa llenos de luz y de esa extraña melancolía propia de los seres que viven en  busca de lo ideal y lo bello. Sus cejas y pestañas, negras como el ébano, eran un espléndido complemento a la textura de su piel que sólo era comparable con la inmaculada blancura y palidez de los lirios o de las azucenas.  Llevaba en sus manos un ramo de rosas tan rojas como el natural carmín de sus labios que lo hicieron percibir la recóndita armonía del universo cuando luego de las presentaciones de rigor, lo llamó por su nombre para solicitarle de la manera más comedida que le ayudara a traer su equipaje. Durante el viaje de regreso, guardó un atento silencio que sólo interrumpía al responder las oraciones que se elevaron al Creador o a la Santísima Virgen. Él conocía las plegarias. Veinte  de sus veinticinco años los había pasado en el convento de las Madres del Nuevo Amanecer, y no recordaba, o no quería recordar, otro tipo de vida que no fuera la pasada en la comunidad ni otra madre distinta a Sor Mariela. A su lado aprendió con tierno deleite las primeras letras y las primeras oraciones. Y también por darle gusto,  intentó ir más allá de un bachillerato clásico, pero su evidente aversión por lo académico y el innato amor por la mecánica, unidos a su notable pericia en la conducción lo obligaron a suplicarle con firme perseverancia que le permitiera convertirse en el conductor del campero y del micro bus de la comunidad, hasta que la religiosa cedió a la suave y persistente presión, no sin antes condicionar esta concesión a la tarea de estudiar cada quince días el texto que le indicara, y presentarle un resumen oral en cualquiera de los frecuentes viajes. Esta actividad, que en un principio fue una obligación, se transformó muy pronto en una necesidad vital y tiránica que lo convirtió en uno de los mejores clientes de la biblioteca del colegio y lo obligaba a gastarse buena parte de su sueldo en comprar los libros que quería leer y que no conseguía en el claustro. Así se fue convirtiendo casi sin notarlo, en un autodidacto de amplia ilustración, de ágil y agradable conversación y que no desentonaba en ninguna tertulia, lo cual llenaba de orgullo a Sor Mariela y las demás religiosas que  nunca dejaron de apoyarlo y estimularlo.
En su confortable e independiente apartamento ubicado en el bloque norte de la edificación, todo permanecía impoluto y ordenado, excepto sus libros que estaban esparcidos por toda la habitación como producto de la acumulación que generaba su costumbre de leer, tomar notas hasta altas horas de la madrugada y dejar pendientes algunos detalles para complementarlos luego del almuerzo o en el tiempo que le quedara libre. Esa noche, después de haber ayudado a instalarse a Sor Cecilia; la nueva maestra, y tras haber compartido con las religiosas las cotidianas oraciones y charlas posteriores a la última comida del día, se retiró a su cuarto con la intención de terminar un voluminoso texto de Historia Universal que estaba estudiando con académico apasionamiento. El entusiasmo y la concentración iniciales se fueron diluyendo con lentitud en un mecánico pasar y pasar de páginas cuando empezó a recordar la sublime belleza, la amabilidad, la ternura, la gracia y la sencillez de Sor Cecilia. Y ante lo inútil de su esfuerzo por estudiar con aplicación, optó por irse a la cama y fue feliz durmiéndose con el recuerdo de aquellos ojos soñadores y el rumor de aquella dulce y cantarina voz que lo impulsaba a percibir extrañas y profundas sensaciones cada vez que pronunciaba su nombre.
En su cuarto, Sor Cecilia llevó a feliz término el trabajo de  desempacar y acomodar sus escasas posesiones materiales. Lo que más ocupaba tiempo y espacio eran su guitarra, su piano portátil y su inmensa colección de partituras que requería un orden y un cuidado muy especial. Antes de acostarse, creyó que era excelente idea dar una mirada a los planeamientos que Sor Mariela le había entregado para que revisara y reestructurara de acuerdo con su metodología y visión pedagógica. Era un plan bastante bien elaborado; aunque se le recargaba un poco la mano a lo teórico en detrimento de lo práctico, y en definitiva, la parte de interpretación instrumental brillaba por su ausencia. Quiso entonces ganar un poco de tiempo iniciando las respectivas correcciones, pero apenas despegó los ojos del texto pretendiendo buscar en su mente las palabras que dieran sentido didáctico al nuevo parcelador, se le apareció el rostro de varonil encanto, infantil curiosidad, viva admiración y singular ofuscación, de Samuel el conductor, lo cual la apartó del hilo directriz de sus ideas. <>; pensó casi en voz alta, y evocó con artística precisión su palabra fluida, apasionada, vibrante, tierna, subyugante y dominadora  cuando en el transcurso de la cena y luego de ella,  profundizaron en varios temas que requerían una erudición propia de personas con amplia academia. <>...
Disgustada por el rumbo que estaba tomando su imaginación, se obligó a focalizar la atención en sus tareas hasta que fue vencida por el sueño. Poco antes de adormecerse por completo, recordó con agrado a Samuel y su apasionada defensa de la Eutanasia.
El amor estaba tendiendo sus dulces redes entre estas dos cándidas almas, y aunque ambos sentían un poderoso clamor invadiendo sus corazones, se negaban tan siquiera a considerarlo, y se dedicaron a intentar disfrazarlo de: admiración, amistad, cariño fraternal o como cualquier otro sentimiento menos comprometedor. El sólo pensar en amor, llenaba sus almas de temor y de complejos de culpa que los atormentaban obligándolos a buscar la manera de espaciar sus encuentros y las oportunidades de estar a solas y ocupar sus ratos de ocio en labores que requirieran una gran dosis de atención y concentración, en un desesperado intento por alejar de sus mentes la sublime locura recién llegada. Era una situación parecida a la de la mariposa que revolotea peligrosamente alrededor de una llama o de una luz muy intensa y que por más que pretenda alejarse, siempre vuelve a rondarla.
Samuel, más débil que ella, no tardó en admitir y aceptar con dulce tristeza, que la infinita dicha que le producía el sólo evocarla, que ese permanente culto de reverente adoración durante los oficios religiosos a los cuales empezó a asistir con más regularidad, que esa constante insatisfacción del espíritu, que ese doloroso anhelo e insoportable angustia, que ese no apartar los ojos del alma de aquella dulce presencia, que esa fascinación y absoluto sonambulismo, eran amor; pero amor verdadero, no ese amor lujurioso y tradicional, empañado con deseos superficiales de carnales caricias. ¡No! El suyo era un amor lleno de ternura y dulzura; un amor esplendoroso que encerraba la belleza y la poesía de un amanecer y que mientras más era su concentración, mayor era su fuerza. Un amor que anidaba y latía en las arterias de su vida, y que solamente pensar en confesarlo, causaba estremecimientos de horror. Un amor que anhelaba consumirse en su propio fuego sin esperar ser comprendido ni correspondido.
Las misas dominicales en las cuales ella dirigía los cantos, eran para él lo más cercano al éxtasis. De su divina garganta y su cristalina voz de soprano, brotaban un encanto dominador y una misteriosa turbación similares a ondas de armonía etérea, que atravesaban la capilla, sus alrededores y el fondo de su alma embelesada despertándole la totalidad de sus pesares, alegrías e incógnitas ternuras. Tan pronto el canto cesaba, su espíritu de artista pasaba por el teclado en acordes apasionados y soñadores que lo impregnaban de sentimiento místico y envolvían todo en una atmósfera de recogimiento religioso. No le sorprendía entonces que al arrullo de estos sublimes estímulos, unas tímidas lágrimas asomaran a sus apesadumbrados ojos.
Cuando se ama como lo hacía Samuel, no hay cabida a otra alternativa que no sea la de darse sin esperar nada a cambio. Por eso no advirtió en principio, cuánto de aquel apasionamiento en el canto, iba dirigido a él, cuánto de aquellas inmortales piezas musicales, expresaban la pena y la congoja que destrozaban su corazón y la consumían en una feroz lucha interna entre su vocación, su lealtad, su fidelidad, el sagrado respeto por sus recientes votos, y el amor que había sentido por él desde el mismo instante que lo conoció, pero que seguía negándose a aceptar a pesar de la imperiosa necesidad de verlo, escucharlo y tenerlo siempre cerca. Ella que creía domados sus sentidos por sus sagrados juramentos, que confiaba en que su fe y su religión la salvaguardarían de las tentaciones, tropezaba con la realidad en su forma más sensible: el amor. Ensayó la ausencia, la oración, el ayuno y cuantas penitencias se le ocurrieron; mas todo fue en vano. Demasiado débil, es decir, demasiado humana, volvía a caer en la tentación; en el pecado del amor. En los momentos de su solitaria oración cuando compungida ante su Dios, se golpeaba el pecho entonando el “Ten Piedad De Nosotros”, dirigía su arrepentida mirada a la imagen sagrada, y era el rostro de Samuel el que se le aparecía detrás del Cristo de su amor. La violencia de su pasión estaba convirtiendo las noches en un verdadero martirio. Paseaba asustada en la oscuridad de su habitación rehuyendo el ir a la cama, pues era allí donde él se le aparecía para sentarse a su lado, colmarla y consumirla con sus tiernas caricias y ardorosos besos. Por esta razón permanecía de pié horrorizada y sudorosa, devorando las plegarias como si temiese profanarlas con sus deshonrados labios hasta que el canto de las aves anunciaba el alba. Otras noches se insubordinaba, se preguntaba: ¿Por qué no era una mujer igual a las demás? ¿Por qué se condenaba a la continencia de sus actos y a la infecundidad de sus amores? ¿Quién había inventado la absurda regla que le prohibía el amor del cuerpo y del alma?... Y asustada de sus blasfemos pensamientos, terminaba suplicándole a la fe que le llenara esos vacíos y que matara las tentaciones de la carne.
— ¡Señor, Señor! —Imploraba mirando al Nazareno. — ¿Por qué  me has abandonado?
Aunque las muchas ocupaciones de sus compañeras religiosas y en especial de Sor Mariela, les impedían fijarse en su desgaste, su conciencia la obligaba a creer lo contrario y  evitaba sostener sus miradas por temor a detectar en sus ojos una velada acusación por la terrible verdad que la estaba consumiendo. Una anciana religiosa; amiga suya, que vino a visitarlas, intuyó la tormenta interior y la inconfesable congoja en la candorosa alma de su querida hermana. Sicóloga empírica y vieja conocedora de las insondables intimidades de los espíritus y de las insólitas enfermedades del corazón, recetó el antiguo medicamento universal, el lenitivo moral, el calmante místico: la oración. Oró con ella los pocos días que estuvo a su lado y logró que le permitieran acompañarla a unos retiros espirituales programados por una comunidad amiga. Allí rezaron con fervor intenso, lloraron con desconsuelo de verdadera aflicción, sintieron arrepentimientos dolorosos, y empezaron a experimentar el resurgir de los sentimientos puros. La tranquilidad descendió poco a poco a sus espíritus. Las diarias reflexiones orientadas por un anciano obispo que desde la segura protección de su ocaso, apostrofaba y estigmatizaba la tentación carnal, apaciguaban su alma estremecida y era un rocío de paz; un bálsamo anestésico en la herida de aquel corazón enfermo. La música religiosa era otro gran consuelo; otra gran fuente de serenidad para su tribulación. El sonido del viejo armonio de la casa de retiros, a veces fuertes como el huracán, a veces dulce como el canto de las aves, sumado a las angelicales voces del coro de religiosas enamoradas de la fe, llenas de claridad, de beatitudes infinitas y de ansias de martirio, llenaban su espíritu del sosiego y de la paz que la había abandonado. El “temor de Dios” se apoderaba de ellas cada vez que los altisonantes ecos del “Ten Piedad” llenaban la capilla. Y la gran herida cicatrizaba influida por los acordes de los cantos espirituales, las “Ave María” o el cotidiano Pater Noster, cantado en Latín, igual que debieron haberlo cantado los primeros mártires de nuestra Santa Madre Iglesia en sus recónditas catacumbas. Comulgaban a diario y la terrible tentación no volvió a aparecer. La palabra sagrada, la oración hecha con fe verdadera, el encuentro cotidiano con Jesús y la música cristiana cayeron sobre sus almas igual que lluvia sobre una hoguera. El monstruo fue vencido, y yacía a sus pies muerto y consumido sin dejar huella alguna. Su vida era de nuevo pura y casta; limpios sus sueños y claras sus esperanzas.
La dicha de amar con tanta vehemencia, convierte al ser amado en un componente tan esencial como la existencia misma o el aire que se respira. Estos amores son una perenne insatisfacción del espíritu, un desamparado anhelo y una insoportable aflicción amarga que se convierte en un  substituto de la felicidad ante la presencia del ser amado, pero si se aleja, el mundo no es más que un espacio vacío, descolorido y frío.
La intempestiva salida y la prolongada falta de Sor Cecilia, estaban causando estragos en el ánimo de Samuel. La angustiosa comezón de su ausencia opacaba sus días, les disminuía la  alegría y les suprimía la razón de ser. Anduvo solitario y silencioso rumiando sus pesares y tratando de no permanecer ocioso demasiado tiempo, aunque tampoco era capaz de reunir  la concentración suficiente que le permitiera llevar a cabo las labores que antes cumplía. Ya no tenía imaginación más que para ella, y cuanto lo rodeaba estaba impregnado de su tierna presencia; ni siquiera los libros adormecían la angustia de la espera. Hasta que por temor a despertar sospechas, se obligó a realizar un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad y sobre todo, abstenerse de preguntar el paradero y fecha de regreso de su amada. Sin embargo, estuvo todo el tiempo atento a cualquier conversación en la cual se mencionara su nombre. Sintiendo que ya la tensión y la ansiedad estaban llegando al tope de su capacidad de aguante, tomó la temeraria decisión de confesarle su amor tan pronto la viera, pretendiendo de esa forma terminar de una vez con ese insoportable dolor de esperanzas confundidas. Esa noche permaneció en la capilla del colegio más allá de lo acostumbrado, pidiendo perdón a Dios por sus intenciones y rogándole su intercesión ante Sor Mariela para que algún día pudiera comprenderlo y perdonarlo. <>, Se aseguraba, a manera de consuelo mientras repasaba una a una las dulces y serenas palabras que le diría a su amada a la primera oportunidad. La interna voz del sentimiento le estaba diciendo a gritos que la inocultable turbación, la dulce mirada que advertía en los ojos de ella cada vez que se encontraban con los suyos, que la especial forma de tratarlo, significaba que también lo amaba y que era inútil seguir ocultando y callando un sentimiento tan bello y tan sublime como ese torbellino de amor verdadero.
La madrugada siguiente, llevó a Sor Mariela a una reunión en la curia con el fin de organizar lo relacionado con las festividades de la Virgen del Carmen. Queriendo no quedarse aislado con su pesadumbre, resolvió acompañar a la superiora a la sala de juntas de la parroquia. Debió recurrir a todas las fuerzas de su alma para que su corazón lacerado por la anhelante espera no se le saliera del pecho cuando al tratar el tema de lo musical, Sor Mariela dejó saber a los presentes que Sor Cecilia estaría al frente de este aspecto a partir de la mañana siguiente. La suprema ventura que sintió, lo obligó a apartarse con prudencia del recinto y disfrutar a solas del turbulento vaivén de ideas e imágenes que se agitaban en su cerebro y que lo llenaban de regocijo.  Ya en la calle, elevó las manos y los ojos al cielo dando gracias al Creador por tan hermosa merced. Esa tarde  montó una medrosa y atenta vigilancia en torno a la llegada de su adorada ilusión; pero ella se ingenió la forma de evitar un encuentro frontal tan pronto. Llegó primero donde Sor Mariela, pretextó un repentino e insoportable dolor de cabeza, le pidió que le administrara una dosis adecuada de algún analgésico, la excusara ante sus compañeras y le permitiera estar a solas el resto de la jornada. La cena y tertulia de esa noche, fueron un verdadero martirio en el ánimo de Samuel, quien sólo pensaba en el momento de dirigirse al cuarto de su amada y confesarle su inmensurable y puro amor. Por eso, al notar que las religiosas empezaban a dar muestras de cansancio, asumió con prontitud la tarea de lavar los utensilios de cocina según su costumbre. Tomó más tiempo de lo usual en la faena y cuando el silencio cubrió con su manto el claustro, caminó con resuelta discreción en dirección a la celda de Sor Cecilia y la llamó con toda la ternura y la dulzura que su corazón le dictaba...
Ella reconoció los pasos antes de que él llegara a su puerta y se aferró con ansias desesperadas a los recuerdos de su retiro igual que se aferra un náufrago a un madero flotante. Tomó el crucifijo entre sus manos y lo llevó a sus labios pidiéndole desde lo más profundo de su alma, que le diera el valor que necesitaba en esos cruciales instantes de su existencia. En cambio obtuvo en respuesta una serena y dulce voz interior que le gritaba: no ores más, pues tu oración ya es impía; deja el culto a lo quimérico; Dios ha enmudecido para ti...
Y ya no huyó más. La mariposa se cansó de revoletear alrededor de la llama y se consumió en ella. Abrió la puerta y sin que mediara palabra alguna, él tomó sus manos y las estrechó contra su corazón. Después, se inclinó hacia ella con infinita ternura, y sus alucinadas miradas se encontraron. El universo entero desapareció ante ellos y sus labios se juntaron como dos olas en la misma playa; igual que dos gotas en la misma fuente o como dos ciervos sedientos que llegan al mismo arroyo... Y se quedaron cautivados y felices vagando en una atmósfera de inagotables espejismos, creyendo que ellos habían inventado el arte de besar y dejando quemar sus alas en el dulce fuego del amor sin intentar siquiera remontar el vuelo a la región abandonada de la religión, de la gratitud y de la fe.
Más que unos pasos en el pasillo, fue el residuo de respeto no consumido por la hoguera recién encendida, lo que evitó que la naturaleza los devorara en silencio. Cubrieron una vez más sus insaciables labios con temblorosos besos y se dijeron buenas noches una y otra vez hasta que la inminente presencia de una religiosa en los corredores los obligó a posponer su apasionada adoración.
Iluminados por la hermosa luz de su entusiasmo ardiente, los dos recién llegados al banquete de la felicidad, decidieron luego de frecuentes diálogos, que lo mejor era abandonar el claustro, pues no querían seguir irrespetándolo y mancillándolo con la constante necesidad de calor de humanidad que emergía de sus poros, y también porque ya no se sentían capaces de posponer por más tiempo el momento de apagar la lámpara del silencio y beber de un sorbo la copa de la locura donde su amor palpitaba fecundador e indomable. En menos de ocho días convinieron la fecha, la forma de evasión y el lugar en el cual se encontrarían, y para no despertar sospechas, Samuel solicitó un permiso con el fin de asistir a un seminario sobre crecimiento personal que se llevaría a cabo en las próximas semanas en la frontera. Antes de partir le entregó a Sor Cecilia un sobre en el que le indicaba con lujo de detalles las acciones a seguir y le dejaba una considerable suma de dinero para sus gastos. Ella consiguió prestados con la profesora Janeth, un Jean, una blusa y unas zapatillas, argumentándole que las necesitaba en una representación teatral. Y esa misma noche, tal como se lo pedía su amado, se marchó llevando consigo su guitarra, su título de licenciada en pedagogía musical y sus documentos de identidad. Sobre la cama y junto a su hábito dejó las cartas suya y la de Samuel pidiendo perdón y comprensión a la comunidad y a Dios por su acción.
Los amaneceres en la frontera siempre son helados, nublados y grises. La gente que madruga a comerciar sus productos se apresura a llenar de vida y bullicio el lugar. Los transportadores y vendedores ambulantes, pregonan a gritos sus servicios y sus mercancías, contribuyendo de esta manera a incrementar la creciente algarabía. Los cambistas de moneda van de un país a otro ofreciendo descuentos y ganancias según la tasa del día, mientras los pequeños contrabandistas inician con taimada parsimonia la compleja búsqueda de clientela. El despertar es lento; pero al mediodía las calles están atestadas de ruido y de personas que deambulan sin rumbo y sin sentido aparentes. En los restaurantes el flujo desaparece luego del desayuno; hora en la que sólo quedan algunos parroquianos consumiendo con indolencia un tinto o una cerveza. Los dueños de los lugares aprovechan estos ratos de quietud y dan a sus establecimientos, un poco de aseo y una mejor presentación. En uno de estos locales y justo a una de estas horas se encontraba Samuel. Estaba seguro de haber sido claro en sus instrucciones y la impaciencia lo consumía a cada minuto que pasaba. Miró por enésima vez el reloj y constató que ya era la hora preestablecida. Si no hubo contratiempo alguno, su felicidad estaba a punto de llegar.  Pidió otro café y se dispuso a conservar la calma. El lugar se encontraba semivacío y desde su asiento se podía ver sin obstáculos a quien entrara y saliera. Una chiquilla de pelo negro <>, con una guitarra terciada al hombro, entró al lugar. Mientras daba un largo sorbo a su bebida,  Samuel pensó en lo antiestético que era que las mujeres llevaran el cabello tan corto, usaran zapatillas y se vistieran con pantalones masculinos; como esa niña... En ese instante oyó la angelical voz de su amada. Y el conjunto de inenarrables fantasías relacionadas con sus planes se convirtió en realidad. Levantó la mirada deseando ver a su resplandeciente Sor Cecilia, pero sólo vio a aquella desgarbada muchachita que venía corriendo en dirección a él gritando su nombre, con los brazos extendidos, llorando de la emoción y  con la felicidad brotándosele a torrentes por todos los poros de su cuerpo. Una sensación de infinita tristeza, de pesada esterilidad e insufrible vacío invadió entonces su espíritu. Fue igual que si un rayo lo hubiera golpeado con su devastadora furia, y su potencia hubiera consumido en un segundo toda su ilusión. ¡Era ella, no cabía duda! Sin embargo su presencia no le estimulaba el fluir de la voz del alma con su palabra dulce y serena que le susurraba su gran amor, no le ayudaba a percibir los brillantes destellos de canción y de poema, no le despertaba la apacible ternura que produce huella, no lo impulsaba a anhelar lo hermoso de la vida, no... Ya ella estaba buscando sus labios con ardorosa avidez; pero él se sentía incapaz de responder a la caricia y más bien le molestaba. <<¡Dios!  ¡Aquélla no era su angelical visión! ¡Esto no era más que una diabólica trampa; una broma descomunalmente macabra!>>
<< ¿Qué se habían hecho su belleza monacal y su armónica perfección? ¿Dónde estaban su inmaculada blancura y el hermoso y sereno brillo de sus ojos? ¿Por qué el destino le jugaba esta mala pasada?>>.
Con suave firmeza, se libró del empalagoso abrazo y la retiró de sí para poder mirarla con el alma, tratando de encontrar en sus hermosos ojos el milagro que le resucitara su apasionamiento; mas le fue imposible. Ella presintió que algo horrible le sucedía y lo cuestionó con su ansiosa mirada primero, y luego, dando rienda suelta a su temor, lo manifestó con desespero atropellando las palabras y mezclándolas con angustiosas lágrimas. Ante su muda respuesta y el apremiante deseo de escapar y de evadir sus urgentes preguntas, ella debió intuir la tormenta que sacudía el alma de su amado y debió comprender la horrible verdad: ¡Estaba enamorado de la religiosa, no de la mujer! ¡Estuvo todo el tiempo rindiéndole culto al símbolo; al hábito! Y ahora frente a la realidad retrocedía evidenciando en su mirada y en su temerosa actitud el dolor que viene desde muy adentro y aniquila el aliento, las palabras y la vida misma.
Comprendió de inmediato que nada quedaba para ella en ese lugar ni en ese angustiado corazón y se marchó por donde había llegado, con su colosal congoja,  su gran amor a cuestas y dejándolo solo con el peso inmenso de sus tormentos.
Casi todos los pueblitos de los Andes, se caracterizan por la belleza de sus paisajes, por la bondad de sus gentes, por su nostalgia de selva  milenaria y por lo hermoso de sus iglesias que parecen reproducciones perfectas de las que se ven en las postales españolas. En el más alejado, recóndito y olvidado de estos pueblos, los campesinos que van a la misa dominical, se extasían y se impregnan del más puro sentimiento místico cada vez que  escuchan cantar a la vieja profesora del lugar, con una voz rica en mágicas cadencias y en extrañas vibraciones que despierta en las almas las penas dormidas y las obliga a  gemir lo mismo que un coro de pájaros ocultos. Apenas el arrobamiento concluye y el sacerdote termina de impartir su bendición, algunos parroquianos se quedan a conversar un poco con la maestra en cuyos grandes ojos color turquesa; estériles de sueños y de lágrimas, se adivina el amor que ni se extingue ni se olvida, y el dolor de la herida que el tiempo ha cicatrizado en su alma. Ha vivido en aquel pueblito que la acogió con ternura y la ama con pasión, más de los años que puede recordar. Solitaria y triste, ha cabalgado la vida en una corcel sin tiempo y sin destino, enhebrando las horas, los días y los años que se esfumaron sin saber cómo ni cuándo. Sólo espera con humilde resignación que sus ojos cansados de ver causas perdidas se cierren por siempre. Y muy de tarde en tarde, se imagina que tal vez en la otra vida pueda estar al  lado de su Samuel en perdurable amor. 

                                                                                                                                                             FIN.

                                                                                                                                                              GUSTAVO LÓPEZ GIL (2001)