Hola de nuevo.
Después de mucho consideraralo, me he decidido a complacer a algunas de mis alumnas del aquel antiguo Ateneo Comercial Femenino de Pradera -Valle Del Cauca, que se quedaron sin leer mi cuento consentido (Sor Cecilia) en la época que se publicó.Puede parecer un poco extenso para quienes no estén acostumbrados a leer desde ordenadores, así que de antemano presento las respectivas excusas. No sobra reiterar mi más sincero agradecimiento a la Hermanita Assumpta, religiosa de la congregación de la Anunciación, por su valioso apoyo y aporte durante el tiempo que duró el trabajo.
Ahi les va, como el Caballo de Espadas. ¡Ah! y por favor, comenten, bien o mal; pero comenten.
SOR CECILIA
Abraza tu soledad a la mía
y marchemos juntos
hacía la soledad del mundo
F.M.Correa
La primera vez que la vio, sintió que el alma le palpitaba
en cada centímetro cuadrado de su piel. Quedó extasiado y casi presto a cerrar
las manos en actitud de oración. La impresión que le produjo fue la de un
repentino deslumbramiento; era como si la luz del sol hubiera pasado a escasos
metros de sus pupilas. Venía acompañada de la madre superiora; y sin duda
alguna era la nueva maestra de música por quien Sor Mariela había insistido tanto
ante la dirección general para llenar la vacante que quedó tras la muerte de
Sor Graciela.
Ahora podía ver y entender con
absoluta claridad por qué la directora del colegio y de la casa local de la
comunidad no quiso aceptar a otra religiosa que no fuera ésta. Su sensibilidad
y su espiritualidad eran evidentes, su radiante hermosura monástica insinuaba
la poesía y la musicalidad de una ilusión mística, su risa era un alegre e
inagotable surtidor y su voz tan suave y profunda era la música más dulce que jamás
había escuchado. Ni siquiera lo oscuro del hábito ni lo cerrado del velo
opacaban su rostro de radiante armonía y perfección, en el cual se destacaban unos grandes ojos color
turquesa llenos de luz y de esa extraña melancolía propia de los seres que
viven en busca de lo ideal y lo bello.
Sus cejas y pestañas, negras como el ébano, eran un espléndido complemento a la
textura de su piel que sólo era comparable con la inmaculada blancura y palidez
de los lirios o de las azucenas. Llevaba
en sus manos un ramo de rosas tan rojas como el natural carmín de sus labios
que lo hicieron percibir la recóndita armonía del universo cuando luego de las
presentaciones de rigor, lo llamó por su nombre para solicitarle de la manera
más comedida que le ayudara a traer su equipaje. Durante el viaje de regreso,
guardó un atento silencio que sólo interrumpía al responder las oraciones que
se elevaron al Creador o a la Santísima Virgen. Él conocía las plegarias.
Veinte de sus veinticinco años los había
pasado en el convento de las Madres del Nuevo Amanecer, y no recordaba, o no
quería recordar, otro tipo de vida que no fuera la pasada en la comunidad ni
otra madre distinta a Sor Mariela. A su lado aprendió con tierno deleite las
primeras letras y las primeras oraciones. Y también por darle gusto, intentó ir más allá de un bachillerato
clásico, pero su evidente aversión por lo académico y el innato amor por la
mecánica, unidos a su notable pericia en la conducción lo obligaron a suplicarle
con firme perseverancia que le permitiera convertirse en el conductor del
campero y del micro bus de la comunidad, hasta que la religiosa cedió a la
suave y persistente presión, no sin antes condicionar esta concesión a la tarea
de estudiar cada quince días el texto que le indicara, y presentarle un resumen
oral en cualquiera de los frecuentes viajes. Esta actividad, que en un
principio fue una obligación, se transformó muy pronto en una necesidad vital y
tiránica que lo convirtió en uno de los mejores clientes de la biblioteca del
colegio y lo obligaba a gastarse buena parte de su sueldo en comprar los libros
que quería leer y que no conseguía en el claustro. Así se fue convirtiendo casi
sin notarlo, en un autodidacto de amplia ilustración, de ágil y agradable
conversación y que no desentonaba en ninguna tertulia, lo cual llenaba de
orgullo a Sor Mariela y las demás religiosas que nunca dejaron de apoyarlo y estimularlo.
En su confortable e
independiente apartamento ubicado en el bloque norte de la edificación, todo
permanecía impoluto y ordenado, excepto sus libros que estaban esparcidos por
toda la habitación como producto de la acumulación que generaba su costumbre de
leer, tomar notas hasta altas horas de la madrugada y dejar pendientes algunos
detalles para complementarlos luego del almuerzo o en el tiempo que le quedara
libre. Esa noche, después de haber ayudado a instalarse a Sor Cecilia; la nueva
maestra, y tras haber compartido con las religiosas las cotidianas oraciones y
charlas posteriores a la última comida del día, se retiró a su cuarto con la
intención de terminar un voluminoso texto de Historia Universal que estaba
estudiando con académico apasionamiento. El entusiasmo y la concentración
iniciales se fueron diluyendo con lentitud en un mecánico pasar y pasar de
páginas cuando empezó a recordar la sublime belleza, la amabilidad, la ternura,
la gracia y la sencillez de Sor Cecilia. Y ante lo inútil de su esfuerzo por
estudiar con aplicación, optó por irse a la cama y fue feliz durmiéndose con el
recuerdo de aquellos ojos soñadores y el rumor de aquella dulce y cantarina voz
que lo impulsaba a percibir extrañas y profundas sensaciones cada vez que
pronunciaba su nombre.
En su cuarto, Sor Cecilia llevó
a feliz término el trabajo de desempacar
y acomodar sus escasas posesiones materiales. Lo que más ocupaba tiempo y
espacio eran su guitarra, su piano portátil y su inmensa colección de
partituras que requería un orden y un cuidado muy especial. Antes de acostarse,
creyó que era excelente idea dar una mirada a los planeamientos que Sor Mariela
le había entregado para que revisara y reestructurara de acuerdo con su
metodología y visión pedagógica. Era un plan bastante bien elaborado; aunque se
le recargaba un poco la mano a lo teórico en detrimento de lo práctico, y en
definitiva, la parte de interpretación instrumental brillaba por su ausencia.
Quiso entonces ganar un poco de tiempo iniciando las respectivas correcciones,
pero apenas despegó los ojos del texto pretendiendo buscar en su mente las
palabras que dieran sentido didáctico al nuevo parcelador, se le apareció el
rostro de varonil encanto, infantil curiosidad, viva admiración y singular
ofuscación, de Samuel el conductor, lo cual la apartó del hilo directriz de sus
ideas. <>;
pensó casi en voz alta, y evocó con artística precisión su palabra fluida,
apasionada, vibrante, tierna, subyugante y dominadora cuando en el transcurso de la cena y luego de
ella, profundizaron en varios temas que
requerían una erudición propia de personas con amplia academia. <>...
Disgustada por el rumbo que
estaba tomando su imaginación, se obligó a focalizar la atención en sus tareas
hasta que fue vencida por el sueño. Poco antes de adormecerse por completo,
recordó con agrado a Samuel y su apasionada defensa de la Eutanasia.
El amor estaba tendiendo sus
dulces redes entre estas dos cándidas almas, y aunque ambos sentían un poderoso
clamor invadiendo sus corazones, se negaban tan siquiera a considerarlo, y se
dedicaron a intentar disfrazarlo de: admiración, amistad, cariño fraternal o
como cualquier otro sentimiento menos comprometedor. El sólo pensar en amor,
llenaba sus almas de temor y de complejos de culpa que los atormentaban
obligándolos a buscar la manera de espaciar sus encuentros y las oportunidades
de estar a solas y ocupar sus ratos de ocio en labores que requirieran una gran
dosis de atención y concentración, en un desesperado intento por alejar de sus
mentes la sublime locura recién llegada. Era una situación parecida a la de la
mariposa que revolotea peligrosamente alrededor de una llama o de una luz muy
intensa y que por más que pretenda alejarse, siempre vuelve a rondarla.
Samuel, más débil que ella, no
tardó en admitir y aceptar con dulce tristeza, que la infinita dicha que le
producía el sólo evocarla, que ese permanente culto de reverente adoración
durante los oficios religiosos a los cuales empezó a asistir con más
regularidad, que esa constante insatisfacción del espíritu, que ese doloroso
anhelo e insoportable angustia, que ese no apartar los ojos del alma de aquella
dulce presencia, que esa fascinación y absoluto sonambulismo, eran amor; pero
amor verdadero, no ese amor lujurioso y tradicional, empañado con deseos
superficiales de carnales caricias. ¡No! El suyo era un amor lleno de ternura y
dulzura; un amor esplendoroso que encerraba la belleza y la poesía de un
amanecer y que mientras más era su concentración, mayor era su fuerza. Un amor
que anidaba y latía en las arterias de su vida, y que solamente pensar en
confesarlo, causaba estremecimientos de horror. Un amor que anhelaba consumirse
en su propio fuego sin esperar ser comprendido ni correspondido.
Las misas dominicales en las
cuales ella dirigía los cantos, eran para él lo más cercano al éxtasis. De su
divina garganta y su cristalina voz de soprano, brotaban un encanto dominador y
una misteriosa turbación similares a ondas de armonía etérea, que atravesaban
la capilla, sus alrededores y el fondo de su alma embelesada despertándole la
totalidad de sus pesares, alegrías e incógnitas ternuras. Tan pronto el canto
cesaba, su espíritu de artista pasaba por el teclado en acordes apasionados y
soñadores que lo impregnaban de sentimiento místico y envolvían todo en una
atmósfera de recogimiento religioso. No le sorprendía entonces que al arrullo
de estos sublimes estímulos, unas tímidas lágrimas asomaran a sus apesadumbrados
ojos.
Cuando se ama como lo hacía
Samuel, no hay cabida a otra alternativa que no sea la de darse sin esperar
nada a cambio. Por eso no advirtió en principio, cuánto de aquel apasionamiento
en el canto, iba dirigido a él, cuánto de aquellas inmortales piezas musicales,
expresaban la pena y la congoja que destrozaban su corazón y la consumían en
una feroz lucha interna entre su vocación, su lealtad, su fidelidad, el sagrado
respeto por sus recientes votos, y el amor que había sentido por él desde el
mismo instante que lo conoció, pero que seguía negándose a aceptar a pesar de
la imperiosa necesidad de verlo, escucharlo y tenerlo siempre cerca. Ella que
creía domados sus sentidos por sus sagrados juramentos, que confiaba en que su
fe y su religión la salvaguardarían de las tentaciones, tropezaba con la
realidad en su forma más sensible: el amor. Ensayó la ausencia, la oración, el
ayuno y cuantas penitencias se le ocurrieron; mas todo fue en vano. Demasiado
débil, es decir, demasiado humana, volvía a caer en la tentación; en el pecado
del amor. En los momentos de su solitaria oración cuando compungida ante su
Dios, se golpeaba el pecho entonando el “Ten Piedad De Nosotros”, dirigía su
arrepentida mirada a la imagen sagrada, y era el rostro de Samuel el que se le
aparecía detrás del Cristo de su amor. La violencia de su pasión estaba
convirtiendo las noches en un verdadero martirio. Paseaba asustada en la
oscuridad de su habitación rehuyendo el ir a la cama, pues era allí donde él se
le aparecía para sentarse a su lado, colmarla y consumirla con sus tiernas
caricias y ardorosos besos. Por esta razón permanecía de pié horrorizada y
sudorosa, devorando las plegarias como si temiese profanarlas con sus
deshonrados labios hasta que el canto de las aves anunciaba el alba. Otras
noches se insubordinaba, se preguntaba: ¿Por qué no era una mujer igual a las
demás? ¿Por qué se condenaba a la continencia de sus actos y a la infecundidad
de sus amores? ¿Quién había inventado la absurda regla que le prohibía el amor del
cuerpo y del alma?... Y asustada de sus blasfemos pensamientos, terminaba
suplicándole a la fe que le llenara esos vacíos y que matara las tentaciones de
la carne.
— ¡Señor, Señor! —Imploraba
mirando al Nazareno. — ¿Por qué me has
abandonado?
Aunque las muchas ocupaciones
de sus compañeras religiosas y en especial de Sor Mariela, les impedían fijarse
en su desgaste, su conciencia la obligaba a creer lo contrario y evitaba sostener sus miradas por temor a
detectar en sus ojos una velada acusación por la terrible verdad que la estaba
consumiendo. Una anciana religiosa; amiga suya, que vino a visitarlas, intuyó
la tormenta interior y la inconfesable congoja en la candorosa alma de su
querida hermana. Sicóloga empírica y vieja conocedora de las insondables intimidades
de los espíritus y de las insólitas enfermedades del corazón, recetó el antiguo
medicamento universal, el lenitivo moral, el calmante místico: la oración. Oró
con ella los pocos días que estuvo a su lado y logró que le permitieran
acompañarla a unos retiros espirituales programados por una comunidad amiga.
Allí rezaron con fervor intenso, lloraron con desconsuelo de verdadera
aflicción, sintieron arrepentimientos dolorosos, y empezaron a experimentar el
resurgir de los sentimientos puros. La tranquilidad descendió poco a poco a sus
espíritus. Las diarias reflexiones orientadas por un anciano obispo que desde
la segura protección de su ocaso, apostrofaba y estigmatizaba la tentación
carnal, apaciguaban su alma estremecida y era un rocío de paz; un bálsamo
anestésico en la herida de aquel corazón enfermo. La música religiosa era otro
gran consuelo; otra gran fuente de serenidad para su tribulación. El sonido del
viejo armonio de la casa de retiros, a veces fuertes como el huracán, a veces
dulce como el canto de las aves, sumado a las angelicales voces del coro de
religiosas enamoradas de la fe, llenas de claridad, de beatitudes infinitas y
de ansias de martirio, llenaban su espíritu del sosiego y de la paz que la
había abandonado. El “temor de Dios” se apoderaba de ellas cada vez que los
altisonantes ecos del “Ten Piedad” llenaban la capilla. Y la gran herida
cicatrizaba influida por los acordes de los cantos espirituales, las “Ave
María” o el cotidiano Pater Noster,
cantado en Latín, igual que debieron haberlo cantado los primeros mártires de
nuestra Santa Madre Iglesia en sus recónditas catacumbas. Comulgaban a diario y
la terrible tentación no volvió a aparecer. La palabra sagrada, la oración
hecha con fe verdadera, el encuentro cotidiano con Jesús y la música cristiana
cayeron sobre sus almas igual que lluvia sobre una hoguera. El monstruo fue
vencido, y yacía a sus pies muerto y consumido sin dejar huella alguna. Su vida
era de nuevo pura y casta; limpios sus sueños y claras sus esperanzas.
La dicha de amar con tanta
vehemencia, convierte al ser amado en un componente tan esencial como la
existencia misma o el aire que se respira. Estos amores son una perenne
insatisfacción del espíritu, un desamparado anhelo y una insoportable aflicción
amarga que se convierte en un substituto
de la felicidad ante la presencia del ser amado, pero si se aleja, el mundo no
es más que un espacio vacío, descolorido y frío.
La intempestiva salida y la
prolongada falta de Sor Cecilia, estaban causando estragos en el ánimo de
Samuel. La angustiosa comezón de su ausencia opacaba sus días, les disminuía
la alegría y les suprimía la razón de
ser. Anduvo solitario y silencioso rumiando sus pesares y tratando de no
permanecer ocioso demasiado tiempo, aunque tampoco era capaz de reunir la concentración suficiente que le permitiera
llevar a cabo las labores que antes cumplía. Ya no tenía imaginación más que
para ella, y cuanto lo rodeaba estaba impregnado de su tierna presencia; ni
siquiera los libros adormecían la angustia de la espera. Hasta que por temor a
despertar sospechas, se obligó a realizar un esfuerzo sobrehumano por aparentar
normalidad y sobre todo, abstenerse de preguntar el paradero y fecha de regreso
de su amada. Sin embargo, estuvo todo el tiempo atento a cualquier conversación
en la cual se mencionara su nombre. Sintiendo que ya la tensión y la ansiedad
estaban llegando al tope de su capacidad de aguante, tomó la temeraria decisión
de confesarle su amor tan pronto la viera, pretendiendo de esa forma terminar
de una vez con ese insoportable dolor de esperanzas confundidas. Esa noche
permaneció en la capilla del colegio más allá de lo acostumbrado, pidiendo
perdón a Dios por sus intenciones y rogándole su intercesión ante Sor Mariela
para que algún día pudiera comprenderlo y perdonarlo. <>, Se
aseguraba, a manera de consuelo mientras repasaba una a una las dulces y
serenas palabras que le diría a su amada a la primera oportunidad. La interna
voz del sentimiento le estaba diciendo a gritos que la inocultable turbación,
la dulce mirada que advertía en los ojos de ella cada vez que se encontraban
con los suyos, que la especial forma de tratarlo, significaba que también lo
amaba y que era inútil seguir ocultando y callando un sentimiento tan bello y
tan sublime como ese torbellino de amor verdadero.
La madrugada siguiente, llevó a
Sor Mariela a una reunión en la curia con el fin de organizar lo relacionado
con las festividades de la Virgen del Carmen. Queriendo no quedarse aislado con
su pesadumbre, resolvió acompañar a la superiora a la sala de juntas de la
parroquia. Debió recurrir a todas las fuerzas de su alma para que su corazón
lacerado por la anhelante espera no se le saliera del pecho cuando al tratar el
tema de lo musical, Sor Mariela dejó saber a los presentes que Sor Cecilia
estaría al frente de este aspecto a partir de la mañana siguiente. La suprema
ventura que sintió, lo obligó a apartarse con prudencia del recinto y disfrutar
a solas del turbulento vaivén de ideas e imágenes que se agitaban en su cerebro
y que lo llenaban de regocijo. Ya en la
calle, elevó las manos y los ojos al cielo dando gracias al Creador por tan
hermosa merced. Esa tarde montó una
medrosa y atenta vigilancia en torno a la llegada de su adorada ilusión; pero
ella se ingenió la forma de evitar un encuentro frontal tan pronto. Llegó
primero donde Sor Mariela, pretextó un repentino e insoportable dolor de
cabeza, le pidió que le administrara una dosis adecuada de algún analgésico, la
excusara ante sus compañeras y le permitiera estar a solas el resto de la
jornada. La cena y tertulia de esa noche, fueron un verdadero martirio en el
ánimo de Samuel, quien sólo pensaba en el momento de dirigirse al cuarto de su
amada y confesarle su inmensurable y puro amor. Por eso, al notar que las
religiosas empezaban a dar muestras de cansancio, asumió con prontitud la tarea
de lavar los utensilios de cocina según su costumbre. Tomó más tiempo de lo
usual en la faena y cuando el silencio cubrió con su manto el claustro, caminó
con resuelta discreción en dirección a la celda de Sor Cecilia y la llamó con
toda la ternura y la dulzura que su corazón le dictaba...
Ella reconoció los pasos antes
de que él llegara a su puerta y se aferró con ansias desesperadas a los
recuerdos de su retiro igual que se aferra un náufrago a un madero flotante.
Tomó el crucifijo entre sus manos y lo llevó a sus labios pidiéndole desde lo
más profundo de su alma, que le diera el valor que necesitaba en esos cruciales
instantes de su existencia. En cambio obtuvo en respuesta una serena y dulce
voz interior que le gritaba: no ores más, pues tu oración ya es impía; deja el
culto a lo quimérico; Dios ha enmudecido para ti...
Y ya no huyó más. La mariposa
se cansó de revoletear alrededor de la llama y se consumió en ella. Abrió la
puerta y sin que mediara palabra alguna, él tomó sus manos y las estrechó
contra su corazón. Después, se inclinó hacia ella con infinita ternura, y sus
alucinadas miradas se encontraron. El universo entero desapareció ante ellos y
sus labios se juntaron como dos olas en la misma playa; igual que dos gotas en
la misma fuente o como dos ciervos sedientos que llegan al mismo arroyo... Y se
quedaron cautivados y felices vagando en una atmósfera de inagotables
espejismos, creyendo que ellos habían inventado el arte de besar y dejando
quemar sus alas en el dulce fuego del amor sin intentar siquiera remontar el
vuelo a la región abandonada de la religión, de la gratitud y de la fe.
Más que unos pasos en el
pasillo, fue el residuo de respeto no consumido por la hoguera recién
encendida, lo que evitó que la naturaleza los devorara en silencio. Cubrieron
una vez más sus insaciables labios con temblorosos besos y se dijeron buenas
noches una y otra vez hasta que la inminente presencia de una religiosa en los
corredores los obligó a posponer su apasionada adoración.
Iluminados por la hermosa luz
de su entusiasmo ardiente, los dos recién llegados al banquete de la felicidad,
decidieron luego de frecuentes diálogos, que lo mejor era abandonar el
claustro, pues no querían seguir irrespetándolo y mancillándolo con la constante
necesidad de calor de humanidad que emergía de sus poros, y también porque ya
no se sentían capaces de posponer por más tiempo el momento de apagar la
lámpara del silencio y beber de un sorbo la copa de la locura donde su amor
palpitaba fecundador e indomable. En menos de ocho días convinieron la fecha,
la forma de evasión y el lugar en el cual se encontrarían, y para no despertar
sospechas, Samuel solicitó un permiso con el fin de asistir a un seminario
sobre crecimiento personal que se llevaría a cabo en las próximas semanas en la
frontera. Antes de partir le entregó a Sor Cecilia un sobre en el que le
indicaba con lujo de detalles las acciones a seguir y le dejaba una
considerable suma de dinero para sus gastos. Ella consiguió prestados con la
profesora Janeth, un Jean, una blusa y unas zapatillas, argumentándole que las
necesitaba en una representación teatral. Y esa misma noche, tal como se lo
pedía su amado, se marchó llevando consigo su guitarra, su título de licenciada
en pedagogía musical y sus documentos de identidad. Sobre la cama y junto a su
hábito dejó las cartas suya y la de Samuel pidiendo perdón y comprensión a la
comunidad y a Dios por su acción.
Los amaneceres en la frontera
siempre son helados, nublados y grises. La gente que madruga a comerciar sus
productos se apresura a llenar de vida y bullicio el lugar. Los transportadores
y vendedores ambulantes, pregonan a gritos sus servicios y sus mercancías,
contribuyendo de esta manera a incrementar la creciente algarabía. Los
cambistas de moneda van de un país a otro ofreciendo descuentos y ganancias
según la tasa del día, mientras los pequeños contrabandistas inician con
taimada parsimonia la compleja búsqueda de clientela. El despertar es lento;
pero al mediodía las calles están atestadas de ruido y de personas que
deambulan sin rumbo y sin sentido aparentes. En los restaurantes el flujo
desaparece luego del desayuno; hora en la que sólo quedan algunos parroquianos
consumiendo con indolencia un tinto o una cerveza. Los dueños de los lugares aprovechan
estos ratos de quietud y dan a sus establecimientos, un poco de aseo y una
mejor presentación. En uno de estos locales y justo a una de estas horas se
encontraba Samuel. Estaba seguro de haber sido claro en sus instrucciones y la
impaciencia lo consumía a cada minuto que pasaba. Miró por enésima vez el reloj
y constató que ya era la hora preestablecida. Si no hubo contratiempo alguno,
su felicidad estaba a punto de llegar.
Pidió otro café y se dispuso a conservar la calma. El lugar se
encontraba semivacío y desde su asiento se podía ver sin obstáculos a quien
entrara y saliera. Una chiquilla de pelo negro <>, con una guitarra terciada al hombro, entró al lugar. Mientras
daba un largo sorbo a su bebida, Samuel
pensó en lo antiestético que era que las mujeres llevaran el cabello tan corto,
usaran zapatillas y se vistieran con pantalones masculinos; como esa niña... En
ese instante oyó la angelical voz de su amada. Y el conjunto de inenarrables
fantasías relacionadas con sus planes se convirtió en realidad. Levantó la
mirada deseando ver a su resplandeciente Sor Cecilia, pero sólo vio a aquella
desgarbada muchachita que venía corriendo en dirección a él gritando su nombre,
con los brazos extendidos, llorando de la emoción y con la felicidad brotándosele a torrentes por
todos los poros de su cuerpo. Una sensación de infinita tristeza, de pesada
esterilidad e insufrible vacío invadió entonces su espíritu. Fue igual que si
un rayo lo hubiera golpeado con su devastadora furia, y su potencia hubiera
consumido en un segundo toda su ilusión. ¡Era ella, no cabía duda! Sin embargo
su presencia no le estimulaba el fluir de la voz del alma con su palabra dulce
y serena que le susurraba su gran amor, no le ayudaba a percibir los brillantes
destellos de canción y de poema, no le despertaba la apacible ternura que
produce huella, no lo impulsaba a anhelar lo hermoso de la vida, no... Ya ella
estaba buscando sus labios con ardorosa avidez; pero él se sentía incapaz de
responder a la caricia y más bien le molestaba. <<¡Dios! ¡Aquélla no era su angelical visión! ¡Esto no
era más que una diabólica trampa; una broma descomunalmente macabra!>>
<< ¿Qué se habían hecho
su belleza monacal y su armónica perfección? ¿Dónde estaban su inmaculada
blancura y el hermoso y sereno brillo de sus ojos? ¿Por qué el destino le
jugaba esta mala pasada?>>.
Con suave firmeza, se libró del
empalagoso abrazo y la retiró de sí para poder mirarla con el alma, tratando de
encontrar en sus hermosos ojos el milagro que le resucitara su apasionamiento;
mas le fue imposible. Ella presintió que algo horrible le sucedía y lo
cuestionó con su ansiosa mirada primero, y luego, dando rienda suelta a su
temor, lo manifestó con desespero atropellando las palabras y mezclándolas con angustiosas
lágrimas. Ante su muda respuesta y el apremiante deseo de escapar y de evadir
sus urgentes preguntas, ella debió intuir la tormenta que sacudía el alma de su
amado y debió comprender la horrible verdad: ¡Estaba enamorado de la religiosa,
no de la mujer! ¡Estuvo todo el tiempo rindiéndole culto al símbolo; al hábito!
Y ahora frente a la realidad retrocedía evidenciando en su mirada y en su
temerosa actitud el dolor que viene desde muy adentro y aniquila el aliento,
las palabras y la vida misma.
Comprendió de inmediato que
nada quedaba para ella en ese lugar ni en ese angustiado corazón y se marchó
por donde había llegado, con su colosal congoja, su gran amor a cuestas y dejándolo solo con
el peso inmenso de sus tormentos.
Casi todos los pueblitos de los
Andes, se caracterizan por la belleza de sus paisajes, por la bondad de sus
gentes, por su nostalgia de selva
milenaria y por lo hermoso de sus iglesias que parecen reproducciones
perfectas de las que se ven en las postales españolas. En el más alejado,
recóndito y olvidado de estos pueblos, los campesinos que van a la misa
dominical, se extasían y se impregnan del más puro sentimiento místico cada vez
que escuchan cantar a la vieja profesora
del lugar, con una voz rica en mágicas cadencias y en extrañas vibraciones que
despierta en las almas las penas dormidas y las obliga a gemir lo mismo que un coro de pájaros
ocultos. Apenas el arrobamiento concluye y el sacerdote termina de impartir su
bendición, algunos parroquianos se quedan a conversar un poco con la maestra en
cuyos grandes ojos color turquesa; estériles de sueños y de lágrimas, se
adivina el amor que ni se extingue ni se olvida, y el dolor de la herida que el
tiempo ha cicatrizado en su alma. Ha vivido en aquel pueblito que la acogió con
ternura y la ama con pasión, más de los años que puede recordar. Solitaria y
triste, ha cabalgado la vida en una corcel sin tiempo y sin destino, enhebrando
las horas, los días y los años que se esfumaron sin saber cómo ni cuándo. Sólo
espera con humilde resignación que sus ojos cansados de ver causas perdidas se
cierren por siempre. Y muy de tarde en tarde, se imagina que tal vez en la otra
vida pueda estar al lado de su Samuel en
perdurable amor.
FIN.
GUSTAVO LÓPEZ GIL (2001)
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