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jueves, 5 de noviembre de 2009

EL ENGAÑO

EL ENGAÑO


Para vencer al hombre de la paz
Y  acallar su voz modesta y taladrante,
Tuvieron que empujar el terror hasta el abismo
Y matar más para seguir matando
Mario Benedetti..







Una última y fugaz mirada a su reloj le hizo comprender que aunque hubiera querido, ya no había manera de echarse atrás. Desde el baño el hombre encargado de entregarle el arma, acababa de enviarle la señal acordada durante los muchos encuentros y entrevistas que se llevaron a cabo en el transcurso del planeamiento del atentado.

<<¡Que ironía!>>  Pensó, mientras abandonaba su silla con evidentes signos de ansiedad, tratando  por todos los medios de frenar el loco palpitar de su corazón al tiempo que limpiaba el abundante sudor de su cara con las mangas de su camisa. <<¡Que ironía!>>  Él que siempre quiso viajar en avión con su madre, su esposa y su pequeña hija, le tocaba en estas singulares circunstancias en las cuales ni siquiera podría levantar el vuelo>>. Sin embargo, se consolaba pensando que ya tendría el tiempo y el dinero suficientes para viajar cuantas veces quisiera tan pronto sus nuevos patrones cumplieran con lo prometido. Al iniciar su tránsito en dirección al baño fingiendo tranquilidad y señorío, pensó en la tristeza y en la congoja de sus mujeres apenas lo vieran en los noticieros de la noche, esposado y vigilado por dos o tres agentes de la policía. No pudo reprimir también un gesto de orgullo al anticiparse al éxito e imaginarse lo que sentirían sus amigos al ver lo alto que había llegado él; que por su corta edad nunca se le reconoció su verdadera importancia cuando se trató de realizar “vueltas trincas”. 

Miró el reloj una vez más y esbozó una sonrisa imaginando  la cara de sorpresa y el gesto de agradecimiento  de Yamileth en el momento de abrir el maletín y encontrar el dinero y la nota explicativa  acerca de su procedencia y destinación. ¡Él le había prometido que la pondría a vivir mejor que una  reina y empezaba a cumplirle! 

Los pasajeros seguían entrando y debió realizar titánicos esfuerzos en el intento de  eludir a una mole de carne que venía cargada con dos niños de similar volumen y que obstruían por completo el paso. Llenó sus pulmones a la máxima capacidad y los dejó vaciar controlando la exhalación por boca y nariz; poniendo en práctica las enseñanzas del “Flaco”, que recomendaba respirar así cada vez que uno necesitara tranquilidad y paciencia. Puso cara de mártir barato y se dispuso a dejarse aplanar por la monumental señora. 

El hombre del baño no podía ocultar su preocupación y su desasosiego. En cualquier momento alguien podría querer utilizar el servicio y su negativa a dejarlo pasar generarían un malestar o una discusión que podría poner sobre aviso a los cuatro guardaespaldas que no eran parte del complot, quienes con las armas ocultas; pero listas y dispuestas, aparentaban ser usuarios comunes y corrientes del transporte aéreo. Para un ojo acostumbrado a estas situaciones no habría sido difícil detectar el ambiente de extrema tensión, e identificar los escoltas desleales, por el desespero con que miraban al muchacho atrapado entre los asientos, a la mujer y al hombre del baño. Durante unos preciosos segundos, la robusta dama suspendió el trabajo de acomodar a sus niños y le permitió el paso hacia su  urgente objetivo. 

—Le disparo a la cabeza, suelto el arma, levanto las manos y empiezo a gritar que no me disparen —le susurró al “contacto” a manera de saludo, de lección bien aprendida y  como muestra de sincero agradecimiento por haberse fijado en él y permitirle salir de ese inexplicable fatalismo que lo había expulsado prematuramente de los juegos escolares para obligarlo a levantarse diariamente antes del amanecer, subir medio dormido por los caminos oscuros y enfangados, llevando a cuestas unas herramientas que apenas si sabia manejar y que le endurecieron los huesos y el alma antes de que empezara siquiera a afeitarse.

Por respuesta, el hombre le abrió paso y él penetró en el estrecho recinto. De acuerdo con lo planeado en los últimos quince días, allí estaba la “MP.5”, disimulada en un periódico doblado y lista para accionar el gatillo. Recordó la convicción de poder que le transmitía el arma durante el tiempo que dedicó a aprender a manejarla. La cadencia y el rítmico traqueteo de la pequeña y poderosa ametralladora, producían una cálida y agradable seguridad que nunca antes sintió, y ansiaba con medrosa inquietud que llegara la fecha señalada para la acción. Tenía una labor que cumplir y debía llevarla a cabo con la mayor perfección y lo más rápido posible. Sabía que cualquier demora atentaba contra su éxito y lo abrasaba la excitación por estar frente a su víctima... El momento había llegado. Esperó los cuatro golpecitos convenidos y entre tanto, intentó combatir la ansiedad y el nerviosismo pensando que era él quien portaba la mensajera de la muerte en sus manos y que con ella estaba en capacidad de reducir la grandeza de cualquier hombre, al increíble tamaño de una bala; de suerte que no había razón alguna para estar temeroso. El candidato ni siquiera se imaginaba que sus minutos estaban contados y que muy pronto la muerte aleve y hueca le confiscaría por siempre las palabras y los sueños para lograr que sus denuncias y peleas legales no fueran más que un triste recuerdo en las almas de sus actuales fanáticos, mientras que él continuaría viviendo. Preso sí; pero  no por mucho tiempo. Tan pronto el suceso dejara de ser novedoso y pasara a segundo plano, sus nuevos jefes, le pagarían el resto del dinero, le conseguirían los beneficios del programa de protección a testigos y lo mandarían junto con su familia a vivir con decoro al extranjero como lo había soñado desde que tenía uso de razón... 

Toc... toc... toc... toc... oyó que tocaban a la puerta. Y  empezó a sentir un rumor interno, sordo, ahogado y continuo; semejante al de un reloj envuelto en una almohada. Su pulso se asemejaba al latido de fiebre,  y el pecho comenzó a dolerle a medida que sus pulmones pedían más y más oxigeno y no podía enviárselo. Abrió la puerta y  permitió el paso del otro, que murmuró un inaudible, ¡suerte!  Al entrar. Ya en el pasillo, pudo visualizar al candidato quien en ese instante recibía una bebida a una de las auxiliares de vuelo. La insufrible palpitación de su corazón era cada vez más fuerte, más dolorosa y sobre todo, más sonora. Justo en el instante en que la auxiliar reinició su camino rumbo al fondo del pasillo, él inició el suyo en búsqueda de su víctima, con una fijeza tan próxima a la alucinación, que lo obligaba a creer que los pocos metros que lo separaban del candidato, eran kilómetros. Sintió que su boca se resecaba y se llenaba de una espuma espesa y salobre. Lo atormentaba el río de sudor que bajaba por el canal de sus espaldas y le empapaba los interiores y el pantalón. Creía que su corazón iba a estallarle y comenzó a palidecer y a ser víctima de la angustia. ¡Alguien podría oír el ruido de sus latidos! ¡Cualquiera podría percatarse de su palidez! Aceleró el paso y sin mirar al candidato que conversaba animadamente con el pasajero de su derecha, oprimió el gatillo...  Por lo menos diez tiros de la ráfaga completa se incrustaron en el cráneo, el cuello y el resto del cuerpo del hombre de la esperanza, convirtiendo sus verdades, sus ilusiones, su lucha y su vida, en un malventurado charco de sangre. 

De acuerdo con lo pactado, William soltó el arma, levantó las manos y ya iba a empezar a gritar que no dispararan,  cuando vio a uno de los guardaespaldas que estaban con él en el complot y que lo habían entrenado, levantar su arma y  empezar a dispararle. Oyó la primera detonación y hasta la segunda. ¡No era justo que estuvieran disparándole! ¡Ese no era el trato! Intentó gritárselos. Y en ese fatal momento, vio un resplandor relampagueante frente a sus ojos y se sintió invadido por una cálida sensación de fatiga similar a la que producen tres o cuatro tragos de Ron o Brandy con el estómago vacío. Le pareció que empezaba a hundirse en una tempestuosa oscuridad y apretó los dientes mientras intentaba con todas sus fuerzas evitar que se le cerraran los ojos. Quiso sacudirse un fluido tibio y espeso que resbalaba por sus manos, pero su cuerpo vaciló y se desplomó sobre el alfombrado piso del 747. Cayó sin ruido; igual que cae una hoja de papel al suelo desde una mesa o desde un escritorio; o como cae una hoja seca de un árbol sobre el suave césped. Durante unos centelleantes segundos, le acometió una intensa melancolía maniatada y una ira sin destinatario que se volvía contra él y se convertía en rencor.  En ese fugaz momento, pensó en su madre, su esposa y su hija. Trató de retener su infantil sonrisa y su tierna presencia, mas su espíritu sin fuerzas no fue capaz de sostenérsela y posó lentamente su mejilla sobre el mullido piso del pasillo. Intentó articular algunas palabras, y su memoria se cubrió de una danza de brillantes colores semejantes a un calidoscopio que se va opacando poco a poco. Desde el fondo de su alma, un intenso temor le dio a entender que se estaba muriendo e inició  una plegaria;  la única que se sabía.  Sin embargo era muy larga y ya no le quedaba tiempo para rezarla. Si la muerte se hubiera esperado un poco, habría alcanzado a musitar una frase más extensa que... Padre Nuestro... 

Los pasajeros suspendieron su gritería y se dejaron conducir sin preguntas ni protestas a otro avión, haciendo sobre su frente, su boca y su pecho, la señal de la santa cruz, cuando les tocó pasar cerca de los cadáveres.


 FIN.

Gustavo López Gil (1996)