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martes, 27 de abril de 2010

UN CUENTO

Atendiendo las sugerencias hechas por un compañero, en el sentido de "Jalarle un poco más a eso de contar cuentos", someto a su estricto gusto literario este MENSAJE.
Para quienes tienen una cierta aversión a las analidades, mis más sinceras excusas por la expresada al final; pero no fue mía sino del viejo Ramón.
No olviden descargar Real Player Sp para que puedan añadir a sus colecciones los videos que se van subiendo al blog. Aprovechen para descargar "Carmina Burana"completo; que está al final de la lista. No sean tacaños con sus opiniones, me cuesta más trabajo a mi, subir cualquier entrada que a Ustedes escribir un corto mensaje. Les recomiendo disfrutar del video de Gieco: "Cinco siglos igual" a propósito del tan cacareado bicentenario.  Cualquier duda escriban a gulogi2@hotmail.com o dejen sus COMENTARIOS. Y, ¡Por favor! No dejen morir de hambre a mis peces.

EL MENSAJE EN LA CARTULINA.

Colombia sensual y fugitiva.
Campo de tierras infinitas
sin campesino y sin arados.
Amarillo del oro ensangrentado
Azul del cielo parcelado
Y rojo de la ira que se guarda.
C.C. Perea

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Fiel a su rutina de las mañanas, abrió los ojos un poco antes del canto del gallo y se quedó esperándolo para despertarse por completo. El opresivo silencio de los bosques, en la penumbra indecisa, logró que la cruda realidad se fuera incorporando cuadro a cuadro en su cálido duerme-vela, hasta obligarlo a levantarse bruscamente a tantear en la semioscuridad en busca de su linterna.
La luz eléctrica se había marchado con el compadre Joaquín, la comadre Eulalia y las últimas cuatro familias que tras la masacre de los hermanos Osorio (almas benditas que no se metían con nadie), comprendieron por fin que ni su neutralidad, ni sus conciencias limpias, ni las palomas blancas pintadas en las puertas de sus ranchos; ni siquiera la Virgen del Perpetuo Socorro, les servirían como prendas de garantía en su deseo de seguir viviendo donde habían nacido y crecido, y que tendrían que dejar atrás: su tierra, sus mazorcas y sus recuerdos, sepultados en un vacío abismal para partir en busca de una muerte con testigos. Luego del entierro, vinieron a su rancho con lágrimas en los ojos a pedirle que los acompañara; "que lo de ellos era pelea de tigre con burro amarrado y que más importante que las tierras y el orgullo, era la vida". Como no consiguieron respuesta positiva, empacaron lo vital y se marcharon carretera arriba rumbo a San Pablo, sintiendo piedad por él, que se quedaba, y remordimiento por tener que dejar atrás historias y viviendas; unas  saqueadas y otras solitarias.
Mientras se dirigía a la cocina con la intención de prepararse  un reconfortante desayuno, pensó otra vez en lo mortalmente peligroso de su solitaria, orgullosa y suicida desobediencia a los grupos armados. Y en su afán por parcelar el subcutáneo temor que le producía el obsesivo pensamiento, dedicó su atención a la búsqueda de chamizas, al encendido del fogón y a la puesta de la olla. El aroma y la vivificante tibieza del café recién colado, el frío viento que se filtraba rezongando por las hendijas, y los primeros destellos de luces matutinas, fueron llenándolo de sensaciones familiares que lo impulsaron a tomar el machete, la ruana y algunos rejos para salir a cortar leña pretendiendo arrancarle así a la soledad y a la tristeza unas pocas horas que le ayudaran a borrar el presente y  anestesiar la nostalgia que le producía pensar en los tiempos en los cuales era posible hablar sin desconfianzas; y cuando la risa era el pan nuestro de todos los días. Tan pronto abrió la puerta que daba al  patio trasero, se detuvo indeciso a esperar que las gallinas, los palomos y los pájaros de la huerta se arremolinaran en busca del maíz que les regaba en las mañanas. Pero el silencio cóncavo, la espesa neblina y la lúgubre presencia de la aprehensiva soledad, incrementaron al máximo su sentimiento de desamparo. Entonces siguió monte arriba cantando en voz alta las dos únicas estrofas de una canción sin título que se sabía de tanto escuchársela a su difunta esposa. Al llegar a la piedra del “Viruñas”, asustado de oír nada más que su propio canto, y un poco fatigado por el rápido ascenso, se sentó a descansar. Desde allí, mientras divisaba su pueblo semicubierto por una bruma lechosa, recordó los apacibles días cuando la muerte armada no se había cebado en nadie a quien quisieran, y era un evento abstracto e ineludible, pero que ocurría lejos de ellos; en los márgenes imprecisos de la realidad. Sintió una profunda aflicción al revivir el mestizo escepticismo y la mulata risa burlona con que se recibieron los primeros panfletos que aparecieron regados por el mercado, en los cuales se invitaba a los habitantes del “Remolino”; del modo “más cordial” a abandonar sus tierras antes del 12 de Abril”.
Apenas los primeros cadáveres empezaron a abonar con su sangre inocente los surcos recién abiertos e instituyeron el miedo por decreto y resolución, muchos comprendieron de manera clara y contundente que la muerte ya no era una palabra ajena, que las masacres estaban aquí, y las lágrimas y los entierros eran lágrimas y entierros de sus vecinos y familiares. Entonces el temor invadió sus voluntades. Era la primera vez que sentían pánico verdadero. Dormían con la convicción de que alguien los escuchaba a través de las paredes. Sentían que un ojo incorpóreo los vigilaba en la oscuridad. Se cubrían con las cobijas y rezaban mentalmente; aunque creían que si no suplicaban en voz alta, Dios no los oiría. La extrema tensión, la desconfianza y el terror se fueron instalando detrás de los árboles, en los recodos, en las trochas, en los caminos, en las casas y en todos los ánimos. Las noches se convirtieron en una interminable pesadilla plagada de sombras que murmuraban advertencias; y cada nuevo día que se pasaba vivo era un regalo del azar. Las continuas apariciones de los impredecibles ejércitos de la noche, cuyas armas no conocían la moderación, dejaban como consecuencia unas discretas procesiones con dirección al campo santo y otras más nutridas hacia San Pablo con las espaldas cargadas de cajas y costales, los hijos desnudos, la incertidumbre de dejar la parcela abandonada y la rabia melancólica pisándoles las huellas. La matanza siempre fue oficiosa; mas nunca oficial. Y se realizó con un sadismo, una frecuencia y una impunidad tales, que irradió con gran ímpetu y eficacia una insoportable dosis de angustia, soledad y terror. Nadie volvió a creer en nadie, nadie brindó explicaciones y por supuesto: ninguno las pidió. Cada nuevo crimen era además de una clara advertencia dirigida a todos, una dolorosa experiencia para los seres cercanos quienes en ocasiones por temor a verse implicados no reclamaban sus muertos, los cuales tenían que ser enterrados en fosas comunes de donde a veces eran desenterrados por los cerdos y los perros que empezaron a merodear con obstinada frecuencia por el cementerio... cementerio... cementerio...
La última palabra quedó atrapada en su cerebro dando vueltas, resonando y produciendo eco: cementerio... cementerio... Como impulsado por un resorte y con el rostro congestionado por el temor, se levantó e inició una desaforada carrera de regreso a su rancho. Poseído por un súbito e incomprensible frenesí, metió cuanto pudo en su vieja maleta de cuero y lo que no cupo allí, lo repartió en costales y cajas de cartón. Cuando consideró que llevaba lo necesario, ató sus bártulos a los extremos de una vara de Guácimo que servía de tranca y con un profundo aire de fatigado abatimiento, de resignación, de desaliento, de vejez y de vacío, dio un largo y nostálgico paseo por la casa de toda su vida, echó toneladas de olvido sobre sus muertos, y se detuvo a escribir un mensaje  en un viejo trozo de cartulina que pegó en la puerta después de cerrarla con un gigantesco y herrumbroso candado, y echarle una última bendición... A continuación, con paso cansino, sus cincuenta años de sueños frustrados, sus 1.80 de tristeza, sus 80 kilos de amargura, y mirando atrás  una y otra vez, tomó también rumbo a San Pablo.

El grupo armado que llegó esa noche, desplazó la frustración que les produjo el no encontrar ningún ser vivo, emprendiéndola a tiros contra los ranchos vacíos y quemándolos luego. Se detuvieron un momento en la casa de Ramón y centraron su atención en un mensaje escrito sobre un viejo trozo de cartulina que en letras mayúsculas y sin puntuación proclamaba:

HIJUEPUTAS ME VOY NO PORQUE LES TENGA MIEDO SINO PORQUE NO QUEDA NADIE QUE ME ENTIERRE.
                                                                                         
FIN
Gustavo López Gil (1995)